viernes, 26 de marzo de 2010

Fenris

Al Norte, en las montañas que lobos y trasgos
dominan, un pueblo de ceñudos guerreros,
en su fría ciudad natal de madera y hielos,
levanta toscas piras que enciende a la gloria
del dios de abiertas fauces y húmedos colmillos.

Así, con temor, los pocos viajeros que a su torva
ciudad arribamos, a una rama con grasa de ciervo
damos fuego sobre la más alta colina que
cierra el camino hasta la gris empalizada,
de musgosos troncos, cuyo lugar abarca.

Fenris la ciudad se llama y a ella ingresamos
a través de este pacto de luz y calor con el numen.
El barro señorea las callejas y se pega al ruedo
de las faldas de rubias mujeres de pechos generosos,
que arrastran la leña, curten las pieles o atizan
el fuego sobre el que el guiso de cordero humea.

Rara vez sonríe esta raza de serias mujeres
de niños sombríos y de hombres tan fuertes
como sus lanzas o sus escudos, sobre los que
vuelven orgullosos vencedores o tristes despojos
de carne, huesos y tendones rotos, desgarrados,
en los sucios, sangrientos y escasos días de la derrota.

Sus risas se oyen, destempladas, cuando en
brutales razzias al enemigo abaten cruelmente
y entonces el hidromiel y la cerveza corren por
sus cuerpos y gargantas y brillan las ajorcas de oro
en los tobillos y los torques de bronce en los rudos
pechos. Carcajadas y gritos y empujones y manos
que vuelan a las nalgas, y bromas femeniles que,
empuñándolos, comparan penes, flácidos o erguidos
miembros, obscenos gestos que celebran la orgía
del guerrero y la valkiria, de la esclava, la señora
o la criada que, al rayar el alba, volverán a su puesto
junto al cerdo, el cordero o la cuna sobre la que
el niño rubio y fuerte muerde el pecho y lacta vida,
rescatada de las nubes del alcohol, en los senos
hinchados de su madre, su hermana o su nodriza.

Un hombre maté en agria disputa pues más hábil,
maligno o traicionero fue mi criminal golpe. Su
hembra, su hijo y su casa adquirí con estocada
asesina. Los ojos de su familia no se humedecieron
cuando su broncíneo torque decoró mi pecho
y la hermosa mujer ocupó su lado en mi cama.

A su hijo entrené durante un año en las artes
de la guerra, el dolor y la violencia. Entre hombres
brutales fui brutal, entre nobles y dignos combatí.
Su honor, su casa, su dios pesaban sobre sus frentes
y ceñían sus corazones con fuertes, onerosas, cargas.

Mi hembra fue generosa en la cama, parca en la palabra
y seca en el amor, mas de alta frente y puño fuerte
con los que encauzar hijo, hacienda, hombre y casa.

Cuando de nuevo las blancas, altas nieves comenzaron
a borrar de los caballos las huellas en los caminos,
le hablé de irme y de que conmigo su hijo y ella
compartieran viaje hacia soles desconocidos, hacia tierras
de arena y calor, acompañando mi lecho y mi destino.

A través de doradas pestañas me abrazó con su mirada
y entre altiva y desdeñosa, sus palabras sonaron
como ecos en el valle. Pertenezco a mi pueblo y a mi sangre
y mi hijo no es tuyo, ni mi casa. Si eres quien creo que eres
aquí me dejarás con mi honor intacto. La entregué en matrimonio
al hermano de su marido muerto. Los tres me despidieron
entre abrazos rígidos y fuertes, pero esperaron juntos
en lo más alto de la más alta colina a que mi silueta
se fundiese en la distancia. Aún llevo sobre mi pecho el torque
broncíneo de su padre, hermano y marido, mi abatido adversario.

Nicolás Calvo
Madrid
Marzo 2010

4 comentarios:

  1. Nicolás, que de aquí te sale una ópera, amigo. ¡Es magnífico! Si no fuera por el paisaje gélido y blanco, la acción se podría creer más cercana a nosotros, tanta es la pasión que destila la historia.

    Un abrazo.

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  2. Pues nada, a ver si encontramos un director y un compositor ¿Te animas a ser el productor? Con dies milloncejos de nada la llevamos a la Scala. :-)). ¡Eres un amigo, Javier!

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  3. precioooso.. un regalo para los sentidos...
    Un beso Nicolás

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