miércoles, 31 de marzo de 2010

Al-‘arabiyya

Es la arena de Al-‘arabiyya diferente. Pedregoso
desierto que enceguece junto a la orilla esmeralda
de un mar, tan inmisericorde como el propio baldío
que baña bajo el cielo, duro como la cúpula de azul
zafiro del templo, donde su dios habla con palabras
de amor que algunos interpretan como clavos
de acero que hincar en el alma y las conciencias
de una gente valiente, que vive con poco
y desea aún menos, embriagada de espacio y libertad.

Mujeres voluptuosas cubiertas hasta la desaparición.
Poblados errantes donde esas mujeres son sueños
nebulosos que sueñan hombres envueltos en nubes de kif
y de hierbas con olor a jazmín y a rosas, mujeres
que habitan el lugar de la poesía y perviven, reales,
entre el temor y el desprecio, la ignorancia y los hijos,
enamoradas de hombres hermosos que ven la realidad
a través de insondables espejos que sólo reflejan
las paredes de sus ciegas prisiones interiores.

Un fervor sobrehumano los lanza a la conquista y luchan
como inmortales, volcados ya hacia los tiempos en que,
a través de sus manos, la Naturaleza hablará al Hombre
y levantarán palacios de jade y de marfil donde el agua
cantará al agua para crear el milagro del jardín, de la vida
ante la muerte; del reposo frente al caos cegador de lo
imposible que hace al hombre letal enemigo del hombre
e improbable donador de paz, de amistad, en su mirada;
predador inmisericorde de la felicidad de la existencia.

He luchado contra ellos mil veces y una más, cubierto
de hierro, empuñando lanzas afiladas y pesadas espadas
que rompían, una y otra vez, sus formaciones y que,
a la postre, de nada han servido. Vencidos, abandonamos
la Tierra Santa que por años fue cristiana. Sólo una vez
pude hablar con un lenguaje diferente del chirrido del acero
o el golpe de hacha sobre la cota de malla. Una mujer,
noble entre sus gentes, se acercó al campamento, roto de ayes
y repleto de banderas apestando a sangre y a intestinos.

Su hijo yacía, gravemente herido, en las tiendas de su campo.
Los médicos habían abandonado toda esperanza y carecían
de medicinas  para calmar su agonía. Se hizo entender en la florida
lengua franca que hablamos los soldados. Si lográbamos calmar
de su hijo el dolor, las bendiciones de su dios, sobre nosotros
ofrecía y un cofre de monedas, su peso entre dos mulas
bellamente enjaezadas depositado, como presente al capitán
de la cristiana hueste. Si acaso pudiésemos salvar su vida,
ella misma se agregaría, altiva y fría, al tesoro así ofrecido.

Miré sus ojos y sus manos y asentí. Nuestro mejor cirujano
la acompañó a su campamento con dos expertos boticarios.
Tres días lucharon por salvar esa vida y al atardecer del cuarto,
la hermosa se presentó en la entrada de mi tienda y levantó
el velo que ocultaba el resto de su rostro. La envié de vuelta
a su casa y le rogué que cuidara a su hijo para que éste pudiera
dar testimonio de que, el valor de su madre, breves detuvo
unos instantes la guerra y los guerreros habían vuelto a ser
hombres y a reconocerse, silencio entre ellos, como tales.

Años más tarde he sabido que éste que hoy nos vence, es aquél
al que donamos la vida porque una mujer, de manos bellas
y voz enfebrecida, ofreció todo lo que tenía para que así fuera.

Nunca me arrepentí de aquella tarde y creo que el hombre
que a mi lado empuña, como ayer, del cirujano la lanceta,
tampoco considera que hizo mal siendo médico en vez de asesino.


Nicolás Calvo
Madrid
Marzo 2010



3 comentarios:

  1. Cómo me gusta esta tetralogía, amigo, ojalá no lo fuera, ojalá llenaras un libro inmenso con mil historias como ésta, tan bien hilvanadas, tan bellamente escritas, tan redondas en su forma y contenido, tan sugerentes, tan literatura: tan hermosas y reales.
    Un feliz y bondadoso encuentro este con tus letras.
    Gracias, Nicolás.
    Un beso

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  2. Nunca la denuncia fue tan hermosa, ni la parábola más aleccionadora. ¡Qué lástima que esa arena sea tan cegadora y tan grande la distancia entre dos mundos que se desencuentran.

    Un abrazo, amigo.

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  3. Genialllllll
    Un saludito Nicolás!!

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