viernes, 9 de abril de 2010

Hesperia

No recuerdo ya cuantos años viví sobre la tierra.
Me pesan más los muertos que los días, las luces
apagadas de sus ojos, el tacto imposible de sus cuerpos,
la caricia intangible de sus labios me pesan más
que mis arrugas o la escasa fuerza de mi brazo
al trincar la driza o tensar la escota al aproar
mi barco cara al viento empuñando la caña del timón.

Mi playa final debe ser esta de la que apenas salgo.
La mar salobre ya marcó mi cara y mis manos con
la dureza del cuero, de los miembros bañados de algas
y sales por un tiempo, ciertamente, demasiado largo.

La mujer que me acoge y me alivia el peso de las noches
dice que ese hijo, hermoso y delgado como una palmera,
es mi hijo. Lo miro. Nunca lo dudé ni hoy lo afirmo.
En sus tobillos y pies veo a mi padre, la cintura estrecha
es la de ella y de mi, esa tristeza lejana, una melancolía
que aflora en sus ojos ciertas tardes al caer el sol tras el horizonte.

Me detuve aquí o me detuvo el tiempo. Este  país es
sencillo, las gentes son tranquilas y los reyes son tantos
que su poder se diluye en cortas rencillas de ganado y de fronteras.
Me gusta ver en ellos curiosas costumbres que no vi,
o ya olvidé, en otras tierras. La nobleza de la lucha,
que comienza mano al cinto y mano a tierra. El banot 
y el magado acompasan el pastoreo y la piedra certera
lo mismo abate al guirre que derriba al contrario en la pelea.

Pueblo prudente, silencioso, que mira al mar entre sus islas,
como el que mira un recuerdo que se hunde muy adentro.
Y luego sus mujeres, algunas mujeres que en soledad viven,
azotan ese mar en noches de luna llena, como si de un niño
rebelde se tratara, amansando las olas con sus varas.
Es mi bote el único leño que sobre la mar navega. No saben,
o no quieren surcar, cara al viento, ese mar que los separa.

Nunca vi un lugar en que los hombres, con ojos bajos,
cedieran el camino a las mujeres si en la soledad del monte
se encontraran. Nadie rompe la ley. La muerte acecha.

¿Qué me obliga a quedarme?… Nada. Podría partir con la marea
y alcanzar África con la punta de los dedos, pero aquí
estas gentes no hieren los aires con gruñidos, mas acarician
los vientos y las gemelas laderas con sus silbos y llevan
el fuego al sol y lo saludan en la cumbre más alta y en la
siguiente, pero, en verdad, a su dios lo llevan en los labios
y cuando hablan les bate fuerte el corazón, que es donde habita.

Se abate la noche cálida sobre la arena. Una luna amarilla
recorre, uno a uno, los senos de las olas, las manos de la noche
funden sus dedos con los míos. Unos ojos llenos de horas
y de azules me contemplan desde el otro lado del espejo que
un charco remeda junto a la línea final de la marea. Cierro
mis párpados, unas manos cruzan las mías sobre el pecho
y unos labios besan mi boca como si me desearan pasar
una buena noche. La Estrella del Norte brilla sobre la negra arena.
Es posible que mañana aún vea el día; es posible aún amanecer.
Lo se. Es posible aún…sólo posible.

Nicolás Calvo
Madrid
Abril 2010

5 comentarios:

  1. Por fin, el descanso del guerrero como emocionante colofón de esta fantástica serie que nos has regalado. Por mi parte, quedo esperando tu próxima entrada, que siempre es una sorpresa (de las agradables, se entiende).

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias por compartir conmigo este país imaginario que tanto se parece a otro conocido. A ratos me pareció estar leyendo "Fetasa",... Muy bueno.

    ResponderEliminar
  3. Hoy me quedo muda. Hasta duele de bien que lo haces, de bonito que es esto que has creado en este texto, el paisaje, dios, el corazón... Hesperia..
    Un beso, Nicolás

    ResponderEliminar
  4. Me ha encantado...
    Y en lo posible, que cada día amanezca, porque habitamos en el corazón...

    ResponderEliminar
  5. ¡Qué lujazo es leerte de nuevo!
    ¡Cuántas bellas imágenes evocan tus letras!
    Un abrazo.

    ResponderEliminar

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.